(Castellano) Los países de Colombia: violencia(s), conflicto(s), lo rural y lo urbano

ORIGINAL LANGUAGES, 30 Jun 2014

Adriana Roque, Hoja Blanca – TRANSCEND Media Service

Adriana Roque

Adriana Roque

9 Jun 2014 – Desde Amsterdam, Adriana Roque inicia una serie de reflexiones sobre los diferentes países que Colombia es para ella. En esta primera entrega, previa a las elecciones presidenciales, un oportuno texto sobre la violencia y el conflicto armado.

Hace ya más de año y medio que vivo por fuera de las fronteras colombianas. La última vez que me atreví a escribir algo al respecto —hace ya un muy buen rato y cuyo impulso no continué— pensaba en la experiencia del afuera, del ‘lejos’, de enfrentarse a otras formas de interpretar el mundo y por lo tanto, de enfrentarme a la mía propia. Aquella vez todo tomaba un tono personal, tal vez demasiado nostálgico en el que intentaba dar una visión crítica de todas mis experiencias. Pero sobre todo, en la que quería resaltar que quizás nos ha hecho falta apropiarnos con un poco más de entereza de todo aquello que nos atraviesa. En pocas palabras, no hemos podido dar con la forma de apropiarnos de nuestra historia: del pasado y del presente, para poder pensar el futuro.

Me preguntaba qué sería de nosotros sin el orden de la violencia. Aún lo hago.

Decidí escribir mi tesis de maestría sobre algo cercano al corazón y al cuerpo: el concepto político de perdón dentro de procesos de reconciliación, y de cómo este puede ser considerado un mecanismo posible y útil en el proceso de paz colombiano. Un concepto entendido como la deposición de la venganza en un contexto público, político, ayudado de todos los mecanismos necesarios de creación de memoria histórica y justicia transicional y restaurativa. De cómo, en cualquier caso, podríamos entenderlo sin correr el riesgo de la impunidad, reconociendo al mismo tiempo la necesidad de no perpetuarnos en una guerra eterna, que en realidad le pertenece a pocos. Esto me ha exigido leer muchos debates académicos sobre la pertinencia del concepto mismo de perdón dentro de un contexto político, de las formas en que este puede ser entendido, y por supuesto de sus conexiones con procesos de justicia transicional y restaurativa; de Suráfrica, de Guatemala. También, por supuesto, he tenido que leer historia de Colombia de una forma un tanto más crítica y profunda de lo que recordaba conocerla. Tengo que confesar que -más allá de los plazos y presiones académicas- esta ha sido una de las tareas más angustiantes y desesperanzadoras con las que me he encontrado en el proceso: el origen de las guerrillas, los múltiples desaciertos históricos del gobierno, el narcotráfico, los paramilitares, la degeneración del conflicto. Todas nuestras violencias. Y en el fondo, también, todos nuestros países.

He llegado a la conclusión de que Colombia es una multiplicidad de países más diferentes que similares, unidos bajo un discurso simbólico de la unidad de una nación que realmente nos cuesta trabajo comprender a fondo. Están los del campo y la ciudad, que se subordinan al país de los gobernantes y el resto, que a su vez se subdividen entre títeres y patrones, e inconformes, indolentes y uribistas respectivamente. Luego, todos esos se ven atravesados por el abismo representado por el índice GINI de desigualdad, que ante los ojos atónitos de los economistas que prefieren culpar a la realidad antes que a la teoría, ha crecido en vez de disminuir con la industrialización y modernización del país. Y sin embargo, la vida cotidiana se convierte fácilmente en un sincretismo extenuante y denso de todos los distintos factores y situaciones con las que hemos aprendido a convivir, y que hemos apropiado como nuestras, como normales, cuando en realidad no pertenecen a nuestra naturaleza ni deberían ser pan de cada día.

Es absurdo pretender que todos los colombianos emprendamos una tarea de reconstrucción histórica extensiva, y más aún, que lo hagamos entendiendo nuestro propio rol y los lugares desde los cuales nos podemos comprender y juzgar como sociedad. Sin embargo, en esta situación tan desagradable, donde el fin del conflicto con las FARC es instrumentalizado, por lado y lado, para catalizar el miedo y la rabia de los electores, considero que no está de más compartir algunas de las claridades (o así las entiendo) a las que he llegado en este proceso. Sé que estos sitios en la red están diseñados para producir entradas breves y concisas. Este texto excede sin duda los límites invisibles de internet. Así, pecando por defecto y por exceso de manera simultánea, he preferido resumir los puntos que considero principales. Creo que podemos optar por no sacrificar esa simple evidencia que Hannah Arendt defendió con admirable resiliencia: que pensar es un también una acción política, cuya potencia renovadora trae a los momentos más oscuros de la humanidad la posibilidad de cambiar el futuro de una historia que parece haber sido escrita de antemano.

I. La(s) Violencia(s)

En Colombia La Violencia no es simplemente una manera de designar la época histórica que todos conocemos, así sea de reojo. La violencia es también una manera en la que nos enmarcamos como sociedad y como sujetos políticos. No es simplemente la noticia en el televisor, sino cómo a través de una violencia continuada y sus inevitables consecuencias, en el campo y la ciudad, comenzamos a internalizar los mecanismos con los que ella funciona. Que cuesta discutir sin irse a los puños, o a los puños verbales. Pero sobre todo, que la diferencia de opinión y convicción no es enfrentada con diálogo y voluntad de compromiso, sino con afrentas. La lógica del ‘conmigo o contra mi’, presente desde La Violencia hace parte de la manera en la que hemos aprendido a lidiar con aquel que está en desacuerdo, no importa desde qué posición del espectro ideológico esté hablando. Y esto tiene sus raíces en la suposición de que para ser ‘una nación unida’, todos tenemos que pensar igual. Esto está atado al conflicto con las guerrillas, sin duda. Sin embargo, el narcotráfico y los paramilitares en todas sus variantes han contribuido significativamente a la agudización y brutalidad de un conflicto que debía haber acabado hace mucho tiempo. Insistir en combatir la violencia con violencia no es solo una posición política, sino una suerte de destino histórico que nos ha sido impuesto bajo la idea de que la única manera de responder ante el desagravio es la venganza.

II. El campo y la ciudad – la estabilidad entre el conflicto

Las ciudades y sus fronteras invisibles. El campo y su eterno dolor. La guerra siempre se ha librado en el campo. Las ciudades tienen sus propias formas de criminalidad, derivadas de ese mismo conflicto. Los noticieros y periódicos traen las noticias, y al crear el ruido de fondo con el que muchos crecimos, nos hace sentir que sabemos qué es estar en medio del conflicto y la guerra. Por lo tanto, nos hace sentir que sabemos cómo solucionarlo, aunque no lo vivamos en carne propia. Sin embargo, una breve mirada a la historia nos recuerda que desde principios del siglo XX ese mismo conflicto tuvo su origen en el campo, y en la desatención gubernamental a las necesidades de sus habitantes. La degeneración del conflicto ha llegado a un punto tal que se ha emancipado de cualquier reclamo popular, y que deja como consecuencia una máquina guerrerista y una visión anacrónica de una revolución que no es viable. Pero el hecho de que las ciudades hayan construido una suerte de frontera invisible, dentro de la que el fuego cruzado de ejército, guerrillas y paramilitares no determina la vida de la mayor parte de sus habitantes, ha relegado el conflicto al campo y así parece haber creado dos países simultáneos, en los que la violencia es para unos un mito y para otros una realidad. Y estos dos países, han logrado construir algo realmente extraño: un tercer país en el que la estabilidad económica y un régimen democrático permanente conviven con la violencia, el desplazamiento, la violación de derechos humanos a diestra y siniestra, y la ausencia de presencia institucional.

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Adriana Roque estudió filosofía y odia tener que responder “filósofa” cuando le preguntan por su profesión. Estudia, viaja, lee, escribe (aunque tenga que obligarse a ratos), evita cantar por el bien de la humanidad y atasca constantemente su biblioteca musical de grupos nuevos que apenas ha escuchado una o dos veces. Diletante foto-cinematográfica; amante de lo análogo y la experimentación, algún día se comprará una cámara digital decente. Procrastina como todos. Se queja como todos.

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