(Castellano) Espanya vs Catalunya, Cataluña vs España

ORIGINAL LANGUAGES, 23 Oct 2017

Alberto Andrés Aguirre – TRANSCEND Media Service

Segovia, 13 de octubre de 2017 – Ayer se celebraba la Fiesta Nacional de España. Siempre he pensado que era una fecha desacertada por razones de índole histórica: la empresa americana, que sirve de excusa para la celebración de la Hispanidad, fue una aventura fundamentalmente castellana y simboliza el inicio de un duro proceso de colonización, con algunas luces pero también con sus profundas sombras. Seguramente sería más acertado, respetuoso y eficaz celebrar una fecha más integradora.

Tal vez el momento en el que puede considerarse que aflora por primera vez el sentimiento de pertenencia a la nación española fue durante el levantamiento antifrancés del Dos de Mayo; pero no sería elegante con nuestros amigos y aliados franceses y tampoco es cuestión de celebrar una carnicería. Pocos años más tarde de aquel 1808,  a las afueras de Cádiz, representantes de todas las Españas se reunieron por primera vez en unas únicas Cortes Generales hasta darse una constitución el 19 de marzo de 1812. Hasta entonces, siempre se habían reunido por separado las cortes de los diferentes territorios gobernados bajo la misma corona. Aquella constitución ha sido ejemplo para muchos procesos constituyentes en todo el mundo y referente continuo en nuestro largo camino hacia la democracia. Y celebrar lo que supuso, habría sido, además de un acto de justicia histórica, un buen símbolo de concordia y unidad en estos tiempos.

Como ciudadano español asisto hoy, entre el dolor, la impotencia y la rabia, a una situación a la que nos han llevado los intereses espurios de los principales actores de este drama. Caminamos hacia un horizonte de difícil convivencia en un país en el que parecía que habíamos conseguido encauzar la compleja integración de fuertes identidades, distintas pero profundamente interrelacionadas. Nuestra historia común arranca de hace 22 siglos, cuándo la franja costera catalana fue el primer territorio denominado como Hispania por los romanos.

No voy a cometer el anacronismo de los nacionalistas españoles que retrotraen el origen de su nación hasta esos momentos o incluso antes: para algunos el hombre de Atapuerca ya era español. La nación es un concepto bastante moderno. Ni siquiera es cierto que España tenga más de 500 años de antigüedad como Estado, pues en todo caso fue una mera unión dinástica, al menos hasta 1714; como tampoco lo es que Cataluña haya sido una entidad independiente más que en fugaces momentos de la historia; aunque sí tuvo milenarias instituciones propias y una identidad legítima como pueblo innegable desde la Edad Media, que se ha plasmado en numerosos intentos de emancipación.

Con todos aquellos mitos y muchas verdades a medias, se han construido dos versiones de la historia que sirven como arma arrojadiza en esta lucha por conseguir dos situaciones de organización político territorial de muy diferente signo. Por un lado, la existencia de un Estado Catalán independiente completamente de España. Por otro, un Estado español absolutamente centralizado. En el siglo XXI ninguna de estas opciones tiene sentido: la primera porque la independencia política, con los procesos de integración en Europa, está muy devaluada, y la segunda porque es impensable en una situación de descentralización de hecho, que hoy por hoy es irreversible.

Pero las partes principales de este conflicto siguen mirando a estos extremos que conllevan la derrota completa del otro. Si Cataluña alcanzara la independencia, España se destruiría como tal, y Cataluña saldría malherida, pues existen vínculos vitales entre ambas. Si España sometiera a Cataluña y no reconociera su identidad y sus derechos históricos, ésta dejaría de existir, pero España perdería uno de sus activos más valiosos que es la diversidad. Entre estas disyuntivas de competición con derrota del otro, hemos asistido en los dos últimos siglos a varias soluciones de compromiso, aunque no completamente estables por no ser suficientemente aceptadas por importantes sectores de ambas sociedades.

El Estatut de autonomía de la Transición post franquista ha sido, hasta ahora, una más que exitosa solución de compromiso. Pero las sociedades evolucionan y el clima político de los últimos años en nuestro país ha llevado a romper la base social del consenso constitucional que propició la Transición a la democracia y la solución autonómica del 78. Los intentos de ajustar el traje político a la situación actual no han contado ahora con protagonistas del mismo talante político ni sentido de la responsabilidad que en aquel tiempo.

La situación en la que nos encontramos en este instante es la de que todos vamos a perder (y ya hemos perdido mucho en términos de confianza y de convivencia), menos los pescadores en río revuelto que nos han traído hasta aquí. Como dice el profesor Galtung, a veces hay que tocar fondo, que todos pierdan, para poder avanzar en el camino correcto de una solución: una vía que sea cada vez más satisfactoria para las dos partes, en vez de para una sola, que es lo que sucede si nos movemos en la diagonal del enfrentamiento. Partiendo del “todos pierden” podemos avanzar hacia el “win win” buscando progresivamente la consecución de los máximos objetivos legítimos de cada parte.

Pero analicemos cuáles son las verdaderas partes de este conflicto y cuáles sus objetivos.

De un lado, el gobierno del Partido Popular, con fuertes reminiscencias franquistas de las que todavía no ha podido deshacerse; una de ellas el mantra de la unidad de España, entendida ésta de forma monolítica, construida sobre mitos falsos y sustentada en una larga tradición represiva. Un gobierno en minoría, con apoyos parlamentarios volátiles y acosado por gravísimas acusaciones de corrupción, encuentra en la cuestión catalana el combustible necesario para activar las emociones ultranacionalistas, que necesita para mantener un electorado que estaba dejando de apoyarle por la gestión social de la crisis, pero también en la evidencia sustanciada por los Tribunales de Justicia de una gestión corrupta en muchas de las administraciones que ha venido ocupando desde hace años. El lío catalán forma parte por tanto de una estrategia doble: maniobra de distracción por un lado para que asuntos graves y comprometedores pasen desapercibidos, y por otro, elemento movilizador de sus bases más duras (a ellas fue dirigido el mensaje de fuerza que dio la vuelta al mundo el uno de octubre).

El otro agente principal de esta tragicomedia en la que estamos inmersos es el PDCAT, antigua Convergència de Catalunya, partido del Gobierno en esa comunidad durante decenios, que incluso ha tenido que cambiar de nombre para esconder también la corrupción institucional generalizada, fruto sin duda de tantos años de monopolio de poder. La huída hacia adelante soberanista, apoyándose en sus antiguos rivales políticos y de clase, tiene posiblemente idénticas motivaciones que las del PP: tapar sus propios trapos sucios  y movilizar a los incondicionales de la Cataluña profunda.

Esquerra Republicana de Catalunya ha conseguido imponer a su aliado en la coalición Junts pel sí su programa de máximos, y sólo puede esperar ganar apoyo electoral con la agudización del conflicto. Los anticapitalistas de la CUP responden a una lógica revolucionaria que va más allá de la secesión y tampoco ganan nada desescalando el conflicto.

Los partidos llamados constitucionalistas en Cataluña y en España no muestran un panorama más alentador. Entre ellos, los mejor situados para intentar algo, PSOE y PSC, no están en completa sintonía, lo que debilita sus posibilidades de intervención. Y Ciudadanos, que se dice más liberal que el partido del gobierno, mantiene una posición más duramente centralista e intransigente, pues pretende capitalizar en Cataluña la oposición al soberanismo y restar apoyos electorales al PP en el resto de España.

En el caso de Podemos e Izquierda Unida, que junto a ERC y las CUP cuestionan el propio sistema constitucional, ven aquí una oportunidad única de cambiar las reglas del juego vigentes hasta el momento, aunque sea de forma forzada.

En ese escenario de confrontación, que favorece a quién tiene la responsabilidad de gobernar en ambos espacios, hay poco margen de maniobra. Pero si analizamos los verdaderos objetivos, las legítimas aspiraciones del pueblo catalán y del pueblo español, es más que posible que consigamos encontrar algún punto de acuerdo satisfactorio, que permitiendo un cierto grado de integración que respete la diversidad, preserve la identidad de España, y respete a la vez, no solo la diversidad catalana y su propia identidad histórica sino también la de otras zonas de España.

No podemos esperar demasiada responsabilidad de los políticos que nos dirigen porque han demostrado tener intereses cortoplacistas; pero habiendo gobiernos con apoyos minoritarios en ambas partes (lo que hace no descartar que pueda haber elecciones anticipadas) se debería entablar un diálogo abierto y sincero en ambos foros parlamentarios para iniciar un proceso de búsqueda de acuerdos que den respuesta a las legítimas aspiraciones de todos los catalanes y de todos los españoles. Una primera tarea por tanto es descubrir todos los objetivos legítimos que cada parte debería poder expresar franca y honestamente.

En las últimas horas se han abierto pequeñas ventanas a posibles soluciones: la oferta del president Puigdemont de declaración de independencia suspendida a la espera de diálogo, que le deja en posición difícil con sus socios; la aceptación por el presidente Rajoy de abrir el debate de una reforma de la Constitución, a lo que se negaban radicalmente hasta este momento, retrasando la toma de medidas drásticas contra el autogobierno catalán que le reclaman sus bases más duras. Parece que algo se ha movido hacia la cordura y esperemos que sean algo más que posturas impostadas para hacer cargar al otro con la culpa del desastre al que nos vemos abocados si no.

La gran repercusión mediática de todo lo que se mueve no facilita el diálogo sereno que ahora hace falta y somete a una enorme presión a los actores políticos. Quedan obstáculos enormes que remover y bases que reestablecer: el respeto a las instituciones políticas de Cataluña, la mitad de cuyo Parlament está siendo ninguneado por la mayoría independentista; la aceptación a discutir sin condiciones previas por ninguna de las partes, en el debate sobre la reforma de la Constitución; la neutralidad de instituciones que han sido recientemente desvirtuadas de su papel de arbitraje y han sido utilizadas por una parte; una mayor imparcialidad y rigor informativo que sitúe en su sitio lo que acontece, sin torcer los hechos a favor de ningún bando más allá de lo que los propios sucesos muestran.

Para ese proceso delicado que se precisa emprender, habría que empezar no solo por intentar no calentar más el ambiente sino por reconocer los errores cometidos por todos, aliviando los traumas que se han originado: hay demasiado demasiada emoción y demasiados sentimientos heridos por ambas partes y se han cometido torpezas, irregularidades e ilegalidades, también por los dos lados. Algo hemos oído estos días: la disculpa del delegado del Gobierno Central por los excesos policiales, el reconocimiento por el portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya en las Cortes de Madrid de que en el Parlament de Barcelona se habían quebrantado la legislación y las formas parlamentarias…

La sociedad catalana está demasiado interrelacionada con la española como para poder secesionarse sin que eso suponga un trauma colectivo y millares de traumas familiares y personales. La sociedad española tiene demasiados elementos fundacionales y referenciales como para prescindir alegremente del componente catalán: ya hemos dicho que la primera tierra que recibió el antiguo nombre de España fue Cataluña, la primera moneda nacional fue la peseta (la peçeta, una voz catalana) la bandera bicolor procede inequívocamente de las barras de la senyera, el primer presidente de las Cortes Españolas fue el catalán Lázaro de Dou, y nadie podría entender el arte y la cultura española sin la pujanza de la cultura y el arte catalán.

Pero truncar las legítimas aspiraciones democráticas de un importante sector, casi mayoritario, del pueblo catalán, que ha construido una ilusionante proyecto colectivo, sin ofrecer alternativas igualmente atractivas, o negar la evidencia de una fuerte identidad diferenciada desde hace siglos, es debilitar nuestra democracia alentando el enfrentamiento y frenando nuestro desarrollo social.

Si la independencia es un fin en sí mismo, poco se puede hablar ya. Si, por el otro lado, no se reconocen los derechos históricos de autogobierno al máximo nivel, tampoco el diálogo será posible. Pero entre las dos posiciones extremas hay un amplio margen de posibilidades para lograr un acuerdo de convivencia, al menos para el siglo XXI. Merece la pena intentarlo, directamente o con mediadores experimentados que les conduzcan si no les es posible solos.

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Alberto Andrés Aguirre es miembro de TRANSCEND International, Dr. en Filosofía y Letras (Universidad de Alicante), Profesor de Secundaria en el IES Catalina de Lancaster de Santa María la Real de Nieva (Segovia, España), y Coordinador del Centro Internacional de Solución de Conflictos Alfadeltapi, en Alfàs del Pi (Alicante, España). albandres@gmail.com

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